Ayer, mientras preparaba la cena para un grupo de amigos que había invitado, me acordé de una anécdota cocinera de la época en que trabajaba como ‘Fille au pair’. Por aquel entonces, yo era una especie de señorita Rotten Mayer y me ocupaba de cuidar e instruir a dos francesitos de cinco y siete años. Básicamente, los iba a buscar a la salida del colegio, los llevaba y traía de vuelta de sus múltiples actividades extraescolares (clases de piano, teatro, dibujo, danza clásica, equitación e inglés), los ayudaba a hacer los deberes, les enseñaba español (como la madre quería que los chicos aprendieran el idioma, todo el personal que trabajaba en la casa tenía que ser de origen ‘latino’) y prestaba atención a que, cuando llegara la señora, los chicos estuvieran con el pijama puesto y el tenedor en la mano, listos para sentarse a cenar con ella e irse a la cama (acá, por lo general, los chicos se van a dormir entre las 19.30h y las 21.30h).
En fin, toda esta explicación preliminar para decir que, en tiempo normal, a mí no me tocaba cocinar.
Sin embargo, una de las cláusulas de mi contrato especificaba la obligación de cumplir con dos ‘baby sitting’ por mes. Esto implicaba que, durante esos dos días, además de cumplir con el horario normal de trabajo tenía que quedarme hasta más tarde, cocinar, comer con los chicos, hacerlos jugar un rato, acostarlos a dormir y esperar a que la madre volviera de su salida mensual.
Por lo general, durante la hora de la cena, mi tarea consistía en sacar algo del freezer, descongelarlo en el microondas y servirlo en los platos pero, ese día (o, para ser más específicos, esa noche) la madre me había dejado encargada la preparación de huevos fritos.
Convengamos en que no era un menú demasiado sofisticado pero, honestamente, el arte culinario nunca fue lo mío. En fin, agarré la sartén y el aceite e hice mi mejor esfuerzo. Puse un poco de aceite en la sartén, prendí el fuego, rompí cuidadosamente los huevos y ubiqué todo sobre la placa. Como no podía ser de otra manera, me distraje dos segundos y los huevos se terminaron quemando y pegando en la base. Agarré una espátula, los despegué como pude, los acomodé alrededor de unas fetas de jamón que había arrollado, puse la mesa y los llamé.
Cuando empezaron a mirar el plato con desconfianza, y a revolver los restos de huevo desparramados, les dije que eran huevos fritos preparados a la ‘argentina’, y que los tenían que comer hasta el final porque eran un plato típico de mi país que yo había preparado especialmente para ellos.
Raphaël, el hermano más grande, miró el plato otra vez, pensó un poco y, mientras seguía revolviendo los restos de huevo con el tenedor, me miró y me dijo:
Raphaël: Sí bueno, está bien, lo vamos a comer pero…qué raro, ¿no?
Yo: ¿Qué es lo que te parece raro?
Raphaël: No nada…
Yo: Dale, decime.
Raphaël: No, nada…es que…el año pasado…
Yo: ¿Qué es lo que pasó el año pasado?
Raphaël: No, nada…
Yo: Decime…
Raphaël: Es que…el año pasado…una vez…Lupi nos preparó el mismo plato y nos dijo que eran huevos fritos preparados ‘a la mexicana’, y no ‘a la argentina’… Es raro, ¿no?”.
Creo que nunca me reí tanto durante todo el tiempo que pasé con esos chicos. Lupi era la ‘Fille au pair” made in México que se había ocupado de ellos durante el año anterior a mi llegada.